Patricia
June 19, 2025

Diseño multisensorial y neurobranding, el nuevo lenguaje de las marcas memorables

Una marca coherente no solo se ve, se percibe. Este artículo profundiza en cómo la emoción, el cuerpo y la experiencia sensorial son la nueva base del branding estratégico.

No basta con que te recuerden. Las marcas que dejan huella no son solo entendidas: son sentidas. Y eso ocurre cuando la experiencia trasciende el discurso y se convierte en emoción.

El branding tradicional enseñó a comunicar con claridad. Nace formalmente a mediados del siglo XX, aunque sus raíces simbólicas pueden rastrearse siglos atrás, cuando los artesanos marcaban sus productos para identificar su procedencia. Sin embargo, su consolidación moderna ocurrió en el contexto del auge publicitario de los años 50 y 60, impulsado por figuras como David Ogilvy y empresas como Procter & Gamble.

Ogilvy, considerado uno de los pioneros del pensamiento estratégico publicitario, entendía la marca como una “imagen creada a partir de una serie de atributos funcionales y emocionales”, pero puesta principalmente al servicio de la persuasión racional y la consistencia visual (Ogilvy on Advertising, 1983).

En esencia, el branding tradicional responde a la lógica de la claridad: establecer una identidad reconocible, confiable y diferenciada en un entorno donde la competencia comenzaba a multiplicarse. Su propósito era construir notoriedad, generar preferencia y facilitar la toma de decisiones. Lo hacía a través de elementos como el logotipo, el eslogan, el empaque y la repetición constante del mensaje, buscando ocupar un lugar en la mente del consumidor.

Durante décadas, esta forma de construir marca fue efectiva. Su impacto permitió a empresas como IBM, Marlboro o McDonald’s convertirse en íconos globales, no necesariamente por una conexión emocional profunda, sino por ser símbolos estables, consistentes y omnipresentes. Sin embargo, como advierte Kevin Lane Keller, profesor de marketing en Dartmouth y autor de Strategic Brand Management, el modelo tradicional comenzó a mostrar límites cuando “el consumidor dejó de ser un receptor pasivo de mensajes y empezó a buscar participación, propósito y conexión” (Keller, 2013).

Así, lo que en su momento fue una ventaja competitiva —la claridad— se volvió insuficiente. Las marcas podían ser recordadas, pero no necesariamente queridas. Podían ser líderes de mercado, sin ser significativas. El branding tradicional cumplió con organizar el discurso… pero no siempre logró emocionar.

Es aquí donde entra en juego el branding emocional

El branding emocional no surgió como una tendencia de diseño, sino como una respuesta a una verdad psicológica ineludible: las personas no compran solo con la razón, sino con la emoción. Aunque sus fundamentos estaban latentes desde el auge del marketing experiencial en los años 80, fue realmente a partir de los 90 cuando comenzó a consolidarse como disciplina, gracias a autores como Marc Gobé, quien en su libro Emotional Branding (2001) definió este enfoque como “el nuevo paradigma en la creación de valor de marca: conectar emocionalmente con el consumidor a través de la experiencia sensorial, simbólica y relacional”.

A diferencia del branding tradicional —centrado en diferenciación visual y repetición lógica— el branding emocional se enfoca en generar vínculos afectivos duraderos entre la marca y el consumidor. No apela solo a lo que la marca ofrece, sino a cómo esa oferta se siente, qué significado le da a quien la elige y cómo encaja en su identidad.

Su propósito no es solo posicionar productos, sino construir pertenencia. Las marcas que aplican branding emocional no buscan ser preferidas por lo que hacen, sino elegidas por lo que representan. Utilizan elementos como narrativa simbólica, diseño sensorial, activación de recuerdos y valores compartidos para provocar emociones como admiración, empatía o nostalgia. Estas emociones actúan como anclajes que refuerzan la fidelización, incluso por encima del precio o la funcionalidad.

Y el impacto es medible. Un estudio publicado por Harvard Business Review (Zorfas & Leemon, 2016) demostró que los clientes emocionalmente conectados tienen un 306% más de valor a lo largo de su vida útil, son un 71% más propensos a recomendar y un 52% más leales que aquellos que solo están satisfechos. En otras palabras, la emoción no es un adorno: es una estrategia de crecimiento.

El consumidor es un cuerpo sensorial

El consumidor no es una categoría demográfica, es un universo sensorial. Y en ese universo, la marca que logra despertar más sentidos tiene más puntos de contacto, más formas de quedarse.

Un estudio de la Universidad de Loyola reveló que el 90% de la información que retenemos es visual, pero experiencias que activan múltiples sentidos pueden incrementar la recordación hasta en un 70%. No se trata de abrumar, sino de orquestar.

Coca-Cola no se limita al sabor

Coca-Cola, por ejemplo, es uno de los casos más estudiados —y menos comprendidos en profundidad— cuando se habla de arquitectura emocional. Su éxito no se debe únicamente a la distribución masiva o la inversión en publicidad. Se debe a que ha diseñado una experiencia sensorial completa que atraviesa generaciones, geografías y estados emocionales. Y esa experiencia no ocurre por accidente.

El clic al destapar una botella, el burbujeo inmediato, la textura del vidrio frío en la mano y el rojo vibrante de su identidad gráfica no son elementos aislados: son estímulos orquestados para activar la memoria afectiva.

Según un estudio de la Universidad de Oxford sobre marketing multisensorial (Spence, 2015), la combinación de estímulos auditivos, táctiles y visuales incrementa significativamente la predisposición positiva hacia un producto. Coca-Cola no solo lo sabe: lo coreografía.

Incluso el diseño de sus envases tiene intención emocional. El icónico contorno de la botella fue registrado en 1915 como una forma “que pudiera ser reconocida en la oscuridad o rota en pedazos”, anticipando la importancia del tacto como canal de identidad. Décadas después, esa misma forma activa recuerdos de infancia, veranos familiares o celebraciones.

Coca-Cola no vende bebidas. Vende pertenencia emocional a un momento que ya existe en el imaginario colectivo. Y no es casual.

La marca ha invertido en estudios de neurociencia para entender cómo sus campañas activan el sistema límbico —centro de las emociones en el cerebro humano—. Un estudio de Neuro-Insight en 2011 reveló que los anuncios de Coca-Cola generan una de las más altas tasas de “codificación de memoria a largo plazo” entre grandes marcas, precisamente porque integran contenido emocional con estímulos visuales familiares.

Esa coherencia entre forma, fondo y emoción es lo que transforma un refresco en un símbolo cultural. Lo que inicia como una bebida termina como una sensación. Y lo que se recuerda como marca, se sostiene como emoción. 

Como afirma Martin Lindstrom en Brand Sense, “las marcas que activan más de tres sentidos generan una conexión emocional más profunda y duradera”.

Neurobranding y códigos que el cerebro reconoce

El neurobranding surge como una derivación del neuromarketing, una disciplina que comenzó a consolidarse en la década de los 2000, cuando las ciencias del comportamiento y las tecnologías de neuroimagen permitieron observar cómo el cerebro responde ante estímulos publicitarios.

Uno de los hitos más conocidos ocurrió en 2004, cuando un estudio liderado por Read Montague en el Baylor College of Medicine utilizó resonancia magnética funcional (fMRI) para demostrar que los participantes que sabían que estaban bebiendo Coca-Cola activaban más regiones relacionadas con el placer y la memoria que aquellos que no sabían qué marca estaban consumiendo (Neuron, vol. 44, 2004).

El hallazgo no solo demostró que el cerebro reacciona distinto según la marca, sino que la percepción y la emoción pueden modificar la experiencia sensorial real.

El neurobranding, entonces, no estudia al consumidor como un racionalista que compara precios. Lo estudia como un ser emocional y simbólico cuya toma de decisiones está profundamente condicionada por estímulos que a menudo no puede explicar. 

Su vínculo con la neurociencia es directo: se apoya en el conocimiento del sistema límbico —especialmente la amígdala, el hipocampo y la corteza prefrontal— para entender cómo se forman la atención, la emoción y la memoria ante una marca. A diferencia del branding tradicional, que busca claridad, el neurobranding busca consonancia emocional y cognitiva: reducir el esfuerzo mental para que lo que se percibe como marca fluya con naturalidad y deje una huella estable.

Diversos estudios han validado su impacto. En 2019, el Institute of Practitioners in Advertising (IPA) del Reino Unido demostró que las campañas con contenido emocional generaban casi el doble de eficacia a largo plazo que las racionales.

Y en 2021, la firma Neuro-Insight analizó más de 200 anuncios globales y encontró que aquellos que activaban simultáneamente las regiones asociadas a emoción y memoria lograban un 32% más de intención de compra post-exposición. No es un tema de estética, es una cuestión de arquitectura neurosimbólica.

Cuando una marca se diseña desde el neurobranding, cada estímulo no solo comunica algo… lo imprime. No solo explica, sino que predispone. Y en un contexto donde la atención es escasa y la competencia es ruidosa, lograr que el cerebro quiera recordar es una de las ventajas más subestimadas —y poderosas— de una marca bien construida.

Five Guys no vende hamburguesas gourmet

Five Guys no construyó su identidad desde el branding tradicional, sino desde la coherencia emocional con una promesa muy clara: “hacer comida simple, sin pretensiones, pero con estándares obsesivos”. Y esa obsesión no solo se manifiesta en la receta. Se manifiesta en el diseño sensorial del lugar, que activa una narrativa más visceral que racional.

Al entrar a uno de sus locales, lo primero que llega no es el menú, sino el olor. El aroma de papas fritas cocinadas en aceite de maní —fiel a la receta original de los fundadores en Arlington, Virginia— no es casual. Es parte de la atmósfera emocional que busca conectar con memorias primarias, casi domésticas. 

Según un estudio del Journal of Consumer Research (Krishna, 2012), el olfato está directamente vinculado al sistema límbico, lo que hace que los olores tengan una capacidad única de evocar recuerdos y emociones. Five Guys no lo explota: lo entiende y lo diseña.

A nivel visual, el rojo y blanco de los azulejos no solo sugieren limpieza, sino energía y cercanía. El espacio es intencionalmente ruidoso, sin música elaborada, sin pantallas digitales ni ambiente “instagrammable”. Esa ausencia de pretensión es estratégica: desactiva el juicio racional y genera familiaridad. 

Las papas se sirven en vasos de cartón rebosados hasta el exceso. Los maníes están allí para ser consumidos mientras esperas. Todo está pensado para que la experiencia no sea refinada, sino sensorialmente completa.

Un estudio interno publicado por QSR Magazine en 2020 reveló que la tasa de repetición de visita en Five Guys supera el 63% en EE.UU., y que los factores más valorados por los consumidores no eran la variedad de producto ni el precio, sino “el sabor auténtico y la experiencia sin distracciones”. Esto valida un principio central del neurobranding: cuando los estímulos son coherentes con la narrativa emocional, el cerebro los percibe como auténticos y reduce su resistencia cognitiva. Es decir, se siente más cómodo… y quiere volver.

Psicología del consumidor, sentir antes que razonar

Cuando el Journal of Consumer Psychology afirma que el 95% de las decisiones de compra son subconscientes, no lanza una cifra al aire. Esta afirmación se basa en décadas de estudios de psicología conductual, neurociencia y economía del comportamiento. Una de las investigaciones clave que respalda esta estadística es la de Gerald Zaltman, profesor emérito de Harvard Business School, quien a través de su metodología ZMET (Zaltman Metaphor Elicitation Technique) encontró que la mayoría de las decisiones humanas —incluidas las de consumo— se toman en niveles no conscientes del pensamiento (How Customers Think, 2003).

Zaltman y otros investigadores han demostrado que la mente racional participa más tarde en el proceso: no como motor de decisión, sino como mecanismo de justificación. 

Es decir, primero sentimos afinidad, deseo o rechazo ante una marca, y luego buscamos razones lógicas que respalden esa sensación. Esto explica por qué muchas veces un consumidor elige una marca que no es ni la más barata, ni la más funcional… pero sí la que le habla, la que lo refleja, la que le vibra.

Desde esta perspectiva, el branding deja de ser un ejercicio de persuasión para convertirse en un acto de traducción emocional: ¿qué emoción quiere despertar tu marca?, ¿qué memoria activa?, ¿qué sensación deja cuando se va?

Este enfoque también ayuda a comprender por qué las experiencias emocionales tienen mayor poder de recordación y fidelización. Un metaanálisis publicado por Neuroscience & Biobehavioral Reviews (2018) reveló que las emociones intensifican la consolidación de la memoria a largo plazo al activar la amígdala, que a su vez modula el hipocampo —la región responsable del almacenamiento de recuerdos declarativos—. En términos simples: lo que emociona, se queda. Lo que solo informa, se olvida.

Diseñar desde la psicología del consumidor es diseñar para lo invisible: para lo que se siente antes de ponerlo en palabras.

Disney entendió esto hace décadas

Disney no crea parques. Crea atmósferas diseñadas para activar emociones específicas con una precisión casi quirúrgica. No hay nada improvisado en la experiencia de caminar por Magic Kingdom: desde la música que suena en cada zona temática hasta la inclinación imperceptible del suelo en Main Street —pensada para facilitar la entrada y ralentizar la salida— todo está cuidadosamente calculado para dirigir el estado emocional del visitante.

Este nivel de detalle responde a un profundo entendimiento del comportamiento humano. Según Disney Institute, cada punto de contacto en sus parques debe contribuir a lo que llaman emotional resonance. El objetivo no es que el visitante diga “fue divertido”, sino que sienta “esto me pertenece”. Esa es la diferencia entre entretenimiento y experiencia.

Uno de los casos más documentados de esta intención emocional es el diseño olfativo. En sus parques, Disney utiliza lo que llaman Smellitizers: difusores de aromas instalados estratégicamente para potenciar la inmersión sensorial. 

En la atracción de Pirates of the Caribbean, por ejemplo, se percibe un olor tenue a madera húmeda y salitre. En Main Street Bakery, el aire se llena del aroma de galletas recién horneadas, incluso cuando no se están horneando en ese momento. 

Además, el lenguaje corporal y emocional de los “cast members” (empleados) está entrenado con guías conductuales que van más allá del servicio al cliente: son patrones de interacción emocional. Sonrisa sostenida, inclinación de cabeza, gestos amplios y un tono de voz cálido no son una opción: son parte de la escenografía emocional de la marca.

Todo este sistema responde a una lógica clara de la psicología del consumidor: las emociones crean memorias más vívidas, y las memorias vívidas son más susceptibles de ser compartidas y repetidas. Según estudios de The Experience Economy (Pine & Gilmore, 1999), las experiencias transformadoras generan hasta 4 veces más lealtad que las experiencias satisfactorias. Y eso explica por qué Disney no solo tiene clientes… tiene generaciones de familias que vuelven.

Disney no diseña solo para la vista. Diseña para la nostalgia, el asombro, la pertenencia. Y ese diseño emocional, cuando está bien hecho, se hereda.

L’Oréal lo lleva a otro terreno

L’Oréal entendió que el verdadero lujo no se percibe en la etiqueta, sino en la sensación que queda. Y por eso invierte desde hace décadas en el desarrollo de experiencias multisensoriales que no solo potencian la efectividad percibida de sus productos, sino que también fortalecen la lealtad emocional del cliente. Uno de los pilares más estudiados en este enfoque es el diseño olfativo.

Cada línea de productos —desde Elseve hasta Lancôme— tiene un perfil aromático específico, calibrado científicamente para evocar sensaciones distintas: limpieza, sofisticación, juventud, bienestar. Esta intención no es estética, es neuroemocional. 

En 2013, L’Oréal estableció su propio centro de investigación sensorial en Chevilly-Larue (Francia), donde neurocientíficos, perfumistas y psicólogos trabajan juntos para optimizar las reacciones emocionales que sus productos despiertan. Según L’Oréal Research & Innovation, una experiencia olfativa positiva puede incrementar en un 70% la intención de recompra y elevar la disposición a recomendar el producto a terceros, incluso cuando no se ha modificado su fórmula química.

Y este diseño sensorial se extiende a otras dimensiones: la textura cremosa de sus tratamientos, el clic de cierre de algunos envases, el sonido del rociador en una fragancia. Todo está pensado para reducir el “esfuerzo cognitivo” y amplificar la sensación de placer. Una marca que no necesita convencerte: te lo hace sentir.

En ese sentido, L’Oréal no solo comercializa cosméticos. Activa una narrativa emocional donde belleza, efectividad y memoria se entrelazan. Lo sensorial no es el envoltorio. Es la propuesta de valor.

Coherencia emocional como principio estratégico

Una marca emocionalmente coherente no improvisa sensaciones. Las diseña. Y ese diseño no vive solo en campañas, sino en procesos, canales, gestos y silencios. Porque cuando la emoción no es una consecuencia sino una intención, cada punto de contacto se convierte en una oportunidad para crear significado.

Ahora bien, diseñar con esta precisión sensorial y emocional implica una pregunta ética inevitable: ¿hasta qué punto es legítimo activar memorias, deseos y pulsiones inconscientes para influir en una decisión de consumo?

La respuesta no es sencilla, pero sí necesaria. La psicología del consumidor y el neurobranding no son armas persuasivas, sino lenguajes de comprensión. El límite ético se cruza cuando la emoción se manipula para distorsionar la verdad o para inducir decisiones que el consumidor no tomaría si estuviera plenamente consciente de lo que lo está motivando. En cambio, cuando estos recursos se aplican para construir relaciones auténticas, consistentes y transparentes, lo que se genera no es dependencia, sino confianza.

Diversos estudios, como el publicado en Behavioral and Brain Sciences (Loewenstein et al., 2001), advierten que las emociones tienen un poder significativo sobre la percepción de riesgo y valor. Es por eso que las marcas que entienden este impacto tienen una responsabilidad mayor: no solo deben diseñar para emocionar, sino para respetar esa emoción una vez activada.

Desde esta perspectiva, los conceptos explorados en esta entrada no son piezas sueltas. Se retroalimentan. El diseño sensorial construye el escenario. El neurobranding interpreta el guion con base en el cerebro humano. La psicología del consumidor anticipa la respuesta emocional. Y la coherencia, como principio integrador, es lo que mantiene todo en pie.

Una marca puede ser visualmente impactante, cognitivamente clara y sensorialmente rica. Pero si lo que dice, lo que promete y lo que provoca no están alineados, la disonancia se filtra. Y cuando hay disonancia, la emoción se convierte en sospecha.

Por eso, construir una arquitectura emocional de marca no es una estrategia superficial. Es una forma profunda de decir: “te entiendo, me importas y estoy aquí para quedarme”. Y cuando eso se logra, la marca deja de ser un símbolo externo. Se convierte en parte del mapa emocional del consumidor.